El juez Garzón ha propuesto elaborar un censo de personas desaparecidas durante la Guerra Civil y la dictadura de Franco, personas cuyos restos aún están perdidos en algún rincón de este país. Ha habido comentarios en contra, como el de Rajoy: "No es bueno abrir las heridas del pasado".
Como cualquier otro tema, la propuesta del juez se puede analizar desde distintos puntos de vista y, efectivamente, desde un punto de vista histórico quizá podamos decir que ya está bien de seguir hablando de esa etapa ya lejana de nuestro pasado y que quizá no sea bueno seguir haciéndolo, pero mi punto de vista es otro y de nuevo me planteo la cuestión que ya traté en el artículo del día 22 de agosto ("Deshumanizados"): los sentimientos forman parte de esos caracteres que nos definen como humanos y no deberíamos desprendernos tan fácilmente de ellos.
Si concretamos la propuesta, estamos hablando de unos familiares que desean cubrir un hueco en su pasado. Abrazar unos huesos, darles un nombre y continuar con un rito acorde a sus sentimientos: esparcir unas cenizas, guardarlas o enterrar esos restos en un lugar elegido por ellos. Nadie está clamando venganza ni exigiendo posibles represalias, tan sólo quieren cerrar el círculo o, retomando las palabras de Rajoy, cerrar una herida.
Cada uno vive la muerte de una manera personal y muchos de nosotros nos sorprenderíamos de cómo podríamos reaccionar ante la muerte de un ser querido. Considero que el simbolismo también forma parte de esos caracteres que nos definen. Pues bien, lo que quieren hacer estas personas, hijos, hermanos o nietos, es ante todo algo simbólico. Asociar esos huesos a una tierra que significa algo para ellos o para el ser que han perdido, asociarlos a un mar o al rincón de una casa.
Desde mi punto de vista esas personas tienen derecho a vivir ese momento, porque a diferencia de lo que dijo Rajoy, la herida aún sigue abierta.
sábado, 13 de septiembre de 2008
sábado, 6 de septiembre de 2008
"Acabar con el monopolio"
Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, ha declarado que se debe acabar con el monopolio de los servicios públicos, es decir, la educación, la sanidad y la asistencia social; según ella, no se puede permitir que en estos casos exista un monopolio de lo público.
Hace seis años aprobé una oposición. Como funcionaria tuve la opción de elegir para mi asistencia sanitaria entre la Seguridad Social y varias entidades privadas; elegí la primera opción porque quería la sanidad pública. Mis razones tenía.
Ayer acudí al centro de especialidades que me corresponde, el de la calle Pontones, junto a la Puerta de Toledo, y recibí una sorpresa indignante. De momento, y por un periodo de tiempo muy corto, solamente las tres primeras plantas siguen siendo de carácter público; el resto es privado. La multinacional sueca Capio ha firmado un contrato de diez años con la Consejería de Sanidad para que se encargue de toda la gestión del antiguo centro de especialidades (se trata de la misma empresa que ha firmado un contrato de treinta años con la Consejería para gestionar el reciente hospital de Valdemoro y la que se encarga de la antigua Fundación Jiménez Díaz, ya que ésta ha dejado de ser fundación). Para dar comienzo a este contrato, la Consejería ha ido repartiendo en diferentes centros y hospitales a todo el personal sanitario que trabajaba en este centro, es decir, se ha llevado a cabo un traslado forzoso de los trabajadores. A cambio, la nueva empresa ha contratado a muchos médicos aún residentes para ponerles al frente de las nuevas consultas, y los enfermeros y enfermeras han sido sustituidos por auxiliares de enfermería. Las razones: el beneficio económico.
Hace seis años puse una cruz en la casilla de la Seguridad Social porque no quería que los beneficios económicos se interpusieran entre mis posibles problemas de salud. No me importa que haya televisiones en los pasillos para hacerme más grata la espera ni que las paredes estén recién pintadas, si en la consulta tengo a un médico que aún no ha terminado su formación y está trabajando más horas de las que debiera, ya que estos médicos ya se están quejando del exceso de trabajo al cual están sometidos.
Éste ha sido el comienzo. De momento dos centros de especialidades han sido privatizados, éste y el de Quintana, pero no serán los únicos. Y parece ser que el siguiente paso será hacer lo mismo con el último eslabón de la cadena: los centros de salud.
Los trabajadores no sabían nada de esto, les pilló de sorpresa (como a nosotros, los pacientes). El antiguo consejero de Sanidad, el señor Lamela, firmó este contrato con la empresa Capio en el año 2006, durante la anterior legislatura. En la campaña electoral del año 2007 no se hizo mención alguna a estos hechos ya consumados. En el 2008 estos hechos han visto la luz.
En las plantas del edificio que aún pertenecen a la sanidad pública, que en este momento albergan los servicios de salud mental de Carabanchel, ya que su centro también ha sido desmantelado, los carteles de protesta ante la nueva situación cubren las viejas paredes (esas paredes que aún no se han pintado con los colores de moda, como ha ocurrido con las dos últimas plantas). Pues bien, esos carteles desaparecen cada día, así como la pancarta que han puesto los antiguos trabajadores en la fachada del edificio, que desaparece cada noche (parece ser que estar informado no es bueno para el poder y eso recuerda a épocas pasadas).
Insisto de nuevo en la elección que hice hace seis años, porque de pronto me he visto obligada, y sin opción alguna, a recibir una sanidad privada; tan sólo porque he tenido la buena o la mala suerte de vivir en una calle a la que le corresponde el centro anteriormente mencionado y porque la mujer que gobierna nuestra región quiere acabar con el monopolio de lo público (y recuerdo que esto último lo ha dicho ella, no yo, por muy indignada que esté).
Hace seis años aprobé una oposición. Como funcionaria tuve la opción de elegir para mi asistencia sanitaria entre la Seguridad Social y varias entidades privadas; elegí la primera opción porque quería la sanidad pública. Mis razones tenía.
Ayer acudí al centro de especialidades que me corresponde, el de la calle Pontones, junto a la Puerta de Toledo, y recibí una sorpresa indignante. De momento, y por un periodo de tiempo muy corto, solamente las tres primeras plantas siguen siendo de carácter público; el resto es privado. La multinacional sueca Capio ha firmado un contrato de diez años con la Consejería de Sanidad para que se encargue de toda la gestión del antiguo centro de especialidades (se trata de la misma empresa que ha firmado un contrato de treinta años con la Consejería para gestionar el reciente hospital de Valdemoro y la que se encarga de la antigua Fundación Jiménez Díaz, ya que ésta ha dejado de ser fundación). Para dar comienzo a este contrato, la Consejería ha ido repartiendo en diferentes centros y hospitales a todo el personal sanitario que trabajaba en este centro, es decir, se ha llevado a cabo un traslado forzoso de los trabajadores. A cambio, la nueva empresa ha contratado a muchos médicos aún residentes para ponerles al frente de las nuevas consultas, y los enfermeros y enfermeras han sido sustituidos por auxiliares de enfermería. Las razones: el beneficio económico.
Hace seis años puse una cruz en la casilla de la Seguridad Social porque no quería que los beneficios económicos se interpusieran entre mis posibles problemas de salud. No me importa que haya televisiones en los pasillos para hacerme más grata la espera ni que las paredes estén recién pintadas, si en la consulta tengo a un médico que aún no ha terminado su formación y está trabajando más horas de las que debiera, ya que estos médicos ya se están quejando del exceso de trabajo al cual están sometidos.
Éste ha sido el comienzo. De momento dos centros de especialidades han sido privatizados, éste y el de Quintana, pero no serán los únicos. Y parece ser que el siguiente paso será hacer lo mismo con el último eslabón de la cadena: los centros de salud.
Los trabajadores no sabían nada de esto, les pilló de sorpresa (como a nosotros, los pacientes). El antiguo consejero de Sanidad, el señor Lamela, firmó este contrato con la empresa Capio en el año 2006, durante la anterior legislatura. En la campaña electoral del año 2007 no se hizo mención alguna a estos hechos ya consumados. En el 2008 estos hechos han visto la luz.
En las plantas del edificio que aún pertenecen a la sanidad pública, que en este momento albergan los servicios de salud mental de Carabanchel, ya que su centro también ha sido desmantelado, los carteles de protesta ante la nueva situación cubren las viejas paredes (esas paredes que aún no se han pintado con los colores de moda, como ha ocurrido con las dos últimas plantas). Pues bien, esos carteles desaparecen cada día, así como la pancarta que han puesto los antiguos trabajadores en la fachada del edificio, que desaparece cada noche (parece ser que estar informado no es bueno para el poder y eso recuerda a épocas pasadas).
Insisto de nuevo en la elección que hice hace seis años, porque de pronto me he visto obligada, y sin opción alguna, a recibir una sanidad privada; tan sólo porque he tenido la buena o la mala suerte de vivir en una calle a la que le corresponde el centro anteriormente mencionado y porque la mujer que gobierna nuestra región quiere acabar con el monopolio de lo público (y recuerdo que esto último lo ha dicho ella, no yo, por muy indignada que esté).
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