viernes, 22 de agosto de 2008

Deshumanizados

Se trata de una peculiaridad más de esta época que nos ha tocado: vivir deshumanizados; perder características humanas, especialmente los sentimientos. Y tenemos un ejemplo cercano.
Los juegos olímpicos, a pesar de su espíritu, no forman una isla en sí mismos. La vida continúa a su alrededor; y así debe ser. Por ello se han vivido dos tragedias coincidentes con esta gran fiesta deportiva.
Georgia quiso mostrar su dolor durante los juegos por los muertos que provocó el bombardeo cruzado entre georgianos y rusos, sobre todo el de estos últimos. El Comité olímpico internacional le prohibió a este país cualquier tipo de expresión pública y oficial de dolor.
La misma situación se vivió unos días después debido al grave accidente aéreo que ocurrió en Madrid. Prohibida también cualquier tipo de manifestación de dolor dentro del recinto de los juegos; se prohibía la bandera a media asta, los crespones y los brazaletes negros. La razón: si no se consintió en el caso de Georgia en éste tampoco; son las normas, normas que sin ninguna duda deberían cuestionarse, ya que han demostrado no dar cabida a los sentimientos, en este caso sentimientos de dolor, característica que nos define como seres humanos.
Éste no es sino un ejemplo más de la cultura en la que estamos inmersos: intentamos anular los sentimientos o prohibimos que se muestren públicamente, pero a la vez hacemos negocio de ellos, porque siguen estando ahí. El show mediático de cualquier tragedia tarda días en alcanzar su punto y final, el morbo parece no tener límites, pero en cambio ahí no hay normas. Vivimos en una cultura en la que el sufrimiento, la muerte, la enfermedad, la vejez, la soledad, se esconden públicamente; vivimos de espaldas a estas realidades que nos definen y forman parte de nosotros mismos. Nuestra cultura, sin embargo, prima la juventud, la belleza (aunque sea artificial), la risa, la diversión, características que, por supuesto, también nos definen, pero que como todo tienen su antónimo.
Esta deshumanización es incompatible con el espíritu olímpico, pero lo peor de todo es que se puede convertir en una dinámica peligrosa, ya que corremos el riesgo de que poco a poco nos acostumbremos a vivir en un mundo de color de rosa, olvidando que la vida, muchas veces, se puede teñir de negro.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Espíritu olímpico

Cada cuatro años se viven escenas únicas e irrepetibles, escenas difíciles de ver en otras competiciones deportivas. Es el espíritu olímpico, ése del que tanto se habla, pero que forma parte de ese grupo selecto de verdades que existen por sí mismas, que no son un invento ni un producto de la publicidad.
Dos de los deportistas españoles mejor pagados, Rafa Nadal y Pau Gasol, han compartido durante estos juegos pasillo, comida y sala de descanso; sus habitaciones en la villa olímpica de Pekín estaban ubicadas una enfrente de la otra. Y lo que es más importante, han compartido espacio y tiempo con otros muchos deportistas que son casi anónimos y que no disfrutan de la fama y los privilegios de aquellos dos. Han abandonado los hoteles de cinco estrellas y han vivido como uno más. Es la democracia del deporte.
En pleno bombardeo ruso a Georgia, una deportista rusa abraza emocionada a su contrincante georgiana en lo alto del pódium.
Bolt, el hombre bala, da prioridad a su título olímpico, a su medalla de oro, frente al récord del mundo de 100 metros lisos. Y como si ese detalle no fuera importante, disfruta de los últimos metros de su victoria levantando los brazos y dejándose llevar. Aun así, también llega a sus pies el récord mundial.
El medallero muestra el número total de medallas. Cada una de ellas se va sumando a las anteriores. No importa de dónde venga. Ninguna vale más que otra. De nuevo se vive la democracia del deporte.
Abrazos, felicitaciones, lágrimas, besos, sonrisas... El espíritu olímpico existe. No es una falacia. Basta con asomarse a esas imágenes que nos llegan vía satélite y comprobarlo.

viernes, 8 de agosto de 2008

Escenas: Cine de verano

Los murciélagos, tan inquietos, revolotean junto a la luz. Y sus sombras, también inquietas, se posan sobre los ojos azules de Scarlett o la nariz rota de Bardem. Sí está permitido comer; y beber. Y también traer contigo esa comida o bebida. La Coca-Cola de dos litros sobre la mesa de plástico, y alrededor de esa mesa las sillas (también de plástico). Luego se apagan las luces. No hay oscuridad. Si levantas tus ojos, verás alguna estrella. Y de la luna qué decir: depende del día. Ella, tan caprichosa. En agosto sigue habiendo coches, pero menos y más tranquilos. Y ese ruido de motor se difumina con los diálogos; pero no importa. La brisa te refresca el pelo. O no (depende también del día). Y otras veces esa brisa mece las hojas verdes de los árboles, que próximos a la pantalla, a esa tela blanca, intentan, como en La rosa púrpura de El Cairo, meterse dentro. Y soñar.

(El verano tiene cosas buenas. Una de ellas es ésta: los cines de verano. Como de andar por casa. En la plaza del pueblo, en un parque, en el barrio o en la plaza de toros. La visita es obligada. Al menos un día.)