La primera y única vez que visité Nápoles tuve una sensación extraña, que no he vuelto a tener en otro lugar. Evidentemente aún no había visto la reciente película Gomorra, que muestra con un realismo estremecedor la vida cotidiana de muchos de sus habitantes, por lo que mis prejuicios sobre esa ciudad eran casi inexistentes.
Visité Nápoles en verano, siguiendo un viaje en ruta por carretera que me llevó del norte al sur del país. Roma es el límite; a partir de ahí se empiezan a notar algunos cambios y según se va descendiendo, las diferencias entre el norte y el sur son de tal calibre que llegan a resultar ofensivas, aun siendo un mero turista.
En Nápoles y sus alrededores las bolsas de basura invaden parte de las aceras y calzadas, y los edificios públicos, tales como institutos o colegios, muestran tal estado de abandono que provocan desolación. Debido a que perteneció a España, el centro de la ciudad recuerda en muchos de sus edificios a la arquitectura de los siglos XVI y XVII de Madrid. Durante el día, al menos en verano, la vida hierve en sus calles. A los napolitanos les encantan los puestos de venta callejeros, provocando un continuo ir y venir de colores, voces y escenas variopintas, que tienen como escenario la calle. A pesar de su mala fama no sufrimos ningún robo (basta con pasear con la misma alerta con la que se hace en Madrid para librarte de un buen susto). Pero durante la noche todo cambia. Como si de repente existiera un toque de queda inaudible, todo ese bullicio desaparece. Y como si se trataran de ratones escondiéndose en su agujero, esos colores, voces y gentes desaparecen de pronto. Las calles se quedan vacías y, a pesar de venir de una ciudad como Madrid, se comienza a tener un sentimiento de inseguridad bastante palpable. Sin embargo, esa sensación de la que hablaba al principio del artículo no comenzó durante esas horas del crepúsculo; esa sensación comenzó antes.
Desde el primer contacto con sus calles me invadió un sentimiento de lástima. En cada nuevo rincón tenía la sensación de que esa ciudad estaba enfangada, atrapada en una invisible pero irrompible maraña que no la dejaba escapar ni despegar. Coincidí en el tren que recorre parte de la ciudad con algunos estudiantes universitarios que provocaron en mí, de nuevo, ese sentimiento. Sentía lástima por ellos, de los que suponía que deseaban escapar de dicha red pegajosa, como si se trataran de polillas pegadas a una tela de araña. Esa sensación, como ya he dicho antes, no la he tenido en otro lugar.
La película italiana Gomorra, recientemente estrenada, nos muestra la existencia de ese entramado y cómo el día a día en esa ciudad no se parece en nada al de cualquier otra perteneciente a lo que llamamos mundo civilizado. Los actores, el movimiento de cámara y los escenarios son tan de verdad que tienes la sensación de ser testigo de unas escenas nada ficticias, que podían haber sido grabadas paseando con una cámara al hombro.
Vivimos en una época llena de eufemismos (hablamos de crisis humanitaria en el Congo para hablar de centenares de miles de muertos; de daños colaterales para hablar de las muertes de civiles en cualquier guerra; y de conflicto bélico para hablar de guerras...), pues bien, en Gomorra ese disfraz hipócrita en el que estamos inmersos desaparece y esa realidad desnuda se muestra ante nuestros ojos sin edulcorar, sin vestirse de gala.
En Nápoles la Camorra controla sectores de la sociedad no solamente ilegales, como la venta de droga, sino sectores aparentemente legales, como pueden ser el sector textil, incluyendo la alta costura, o el sector de recogida y tratamiento de residuos, incluyendo los altamente tóxicos, pero las actividades correspondientes a esos sectores se llevan a cabo de manera totalmente ilegal. Y en ambos casos, la parte norte y rica del país se aprovecha de ese fango que atrapa a esa ciudad para esconder toda la mierda que allí se genera, tanto en sentido literal como metafórico.
En muchas películas que, cinematográficamente hablando, tienen más calidad que ésta, el crimen organizado se nos ha mostrado como si estuviera de nuestra parte, del lado de los buenos. En ésta no. El escritor de la novela en la cual está basada la película, con apenas 29 años, está amenazado de muerte y tiene que vivir protegido por varios policías durante las 24 horas de cada día.
Nunca olvidaré esa extraña sensación que me provocó esa bella pero inquietante ciudad, esa sensación que te hace pensar lo afortunado que eres de estar de paso, de no formar parte permanente de ese bullicio de colores y voces que envuelven las calles durante el día, ni de ese silencio escalofriante que inunda esas mismas calles de noche.
Ambas son recomendables, la ciudad y la película, y que cada uno saque sus propias conclusiones.
domingo, 23 de noviembre de 2008
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1 comentario:
Querido ciudadano: lo que explicas en este post me recuerda a una novela de Donna Leon, Muerte en un país extraño. Está ambientada en Venecia y alrededores. Sin embargo, la recogida de residuos tóxicos es una cuestión que aparece en la historia. En fin, sólo es una recomendación que pudiera servir para contrastar.
Como siempre, un placer leerte.
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