En la mayoría de los trabajos, tanto en el ámbito privado como en el público, la regulación de permisos referentes a la muerte de un familiar de primer y segundo grado (padres, cónyuge, hermanos o hijos) se fija en 3 días, siempre que haya tenido lugar en la misma comunidad autónoma en la que se trabaja, o de 5 si ha ocurrido en otra diferente. En muchos trabajos la regulación relativa a la muerte de un familiar de tercer grado (tíos o primos) no se contempla; en otros se fija en 1 ó 2 días. Por supuesto, la muerte de otro ser querido que no venga regulada por unos lazos de sangre naturales o políticos, conseguidos estos últimos a través de un matrimonio, no se contempla en ningún trabajo (la muerte de un amigo íntimo, por ejemplo).
Vivimos en una sociedad en la que la eutanasia no está regulada como derecho e incluso no se observan indicios de que pueda existir una regulación a medio o corto plazo. La muerte, directa o indirectamente, se considera como algo sagrado, intocable; como si ese último momento de nuestra vida fuera ajeno a nosotros, algo que no nos pertenece y sobre lo que no podemos decidir.
Por ello no me deja de sorprender la incompatibilidad existente entre los dos aspectos mencionados: por un lado el valor supremo que se le da a la muerte cuando la persona implicada todavía está viva y el valor casi superfluo que esa misma muerte adquiere una vez consumada.
La muerte se puede resumir en una idea tan simple, pero a la vez tan profunda que resulta difícil de asimilar, como es la imposibilidad de volver a ver, hablar, abrazar, reír o llorar con esa persona, con aquélla que se ha ido en tan solo un momento, momento que resulta definitivo. Algo tan obvio puede convertirse en una de las experiencias más duras que podamos vivir. No estamos preparados para la muerte. Se ignora. En pocos momentos contemplamos la idea de que al vivir, más tarde o más temprano, tenemos que pagar el precio de morir; de que la vida y la muerte van ligadas y dependen la una de la otra.
¿Acaso alguien encuentra compatible la idea de que para asimilar o recuperarse de la muerte de un padre, una madre, un hijo o un cónyuge sean suficientes 3 días? ¿A nadie le resulta insultante? Lo siento, pero a mí me parece una de las ideas más aberrantes que se han podido tener. Si en vida colocamos la muerte en los altares de lo divino, ¿por qué una vez que se consuma la enterramos en el fondo de las cloacas más profundas?
lunes, 30 de marzo de 2009
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