Para quien conozca mi casa, el edificio donde vivo, sabrá que al abrir el portón de entrada te encuentras con una escalera ancha del siglo XIX con peldaños de madera y pasamanos de hierro forjado.
Hacia las siete de la tarde, por estas fechas, un chorro de luz como una columna densa de virutas luminosas desciende por el hueco de la escalera y entonces uno cree que entra en un lugar ajeno a la bulliciosa ciudad, un lugar donde resuenan todavía los pasos inciertos de muchas personas que caminaron sobre la madera crujiente de los peldaños.
Ahora, mientras subo, y antes de llegar al pasillo que te conduce al patio de la corrala, saludo a Juan, Juliana y Eduardo, pobladores de esta cripta madrileña. Se habla bajo, no sea que despertemos a los espíritus del silencio, que tanto mimamos entre estas paredes.
Pero si subes más, crujido tras crujido, una luz nueva, cenital, baña un espacio amplio y abierto con claraboyas, que nos arriman imágenes de pájaros o gatos que miran atónitos nuestros movimientos en su deambular por los tejados.
Al final de un pasillo que se abre como una gran nave lateral, se llega a mi casa, el lugar donde me abrigo de las espinas de la ciudad. Al otro lado de la puerta ocurren cosas que aquí no voy a contar.
sábado, 9 de junio de 2007
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1 comentario:
...y que no debes contar.
Lo que si voy a contar yo es que cada día escribes mejor, más cálido y recogido. Y que la próxima vez que nos acojamos a santuario en esa bella catedral del Doctor Piga, intentaremos y a esas siete soleadas y pararnos a rezar.
Con dios, pues
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