Abrir el portal de tu casa y encontrar a escasos centímetros de tu cara la puerta de una furgoneta que ocupa la mitad de la acera. Esquivar los cubos de basura que taponan las estrechas aceras del centro de Madrid, como si de una prueba de slalom se tratara. Encontrar el contenedor de reciclaje de papel hasta los topes y abandonar tu bolsa de papeles usados, junto a otras muchas, al lado del contenedor. Caminar por aceras y calzadas que de manera reiterada se taladran y reconstruyen, obligándote de nuevo a hacer slalom para esquivar vallas amarillas, montones de adoquines y hormigoneras que no dejan de hacer ruido. Llamar a teléfonos de atención al cliente que más que atenderte te despachan, sin modales y sin solucionar tu problema. Acudir a una tienda de electrodomésticos para descambiar por tercera vez consecutiva un aparato eléctrico que has comprado, por necesidad o por placer, y observar la cara impasible del dependiente, como si te quisiera contar: no, si esto pasa cada día. Hacer intentos, también reiterados, para darte de baja de una compañía telefónica y sentir de nuevo cómo la persona que te atiende, por supuesto por teléfono, apenas sabe hablar tu idioma, que está ganando dos duros y que de la empresa de la cual le estás hablando parece que nunca hubiera oído hablar, ya que dicha empresa ha subcontratado a la empresa que a su vez ha subcontratado a la empresa que ha contratado al marroquí que te está atendiendo.
La lista podría ser interminable, pero siento que he vivido lo suficiente como para saber qué cosas son importantes y cuáles no, y por supuesto este listado pertenece al segundo grupo, pero me fastidia la cantidad de energía que nos hacen gastar este tipo de cosas sin importancia y cómo nos roban el valioso tiempo que tenemos para dedicarnos a las cosas realmente importantes.
jueves, 20 de diciembre de 2007
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